Un viaje a la selva peruana en la que sobreviven los árboles

Se trata de 86 especies que la comunidad shipibo conibo, que habita en Callería, Pucallpa, protege de la tala ilegal. Mientras tanto, en la economía negra de los madereros, un árbol en pie cuesta 20 soles, unos seis dólares, menos de 100 pesos. La conciencia de un bosque que se cobra la depredación.

Por Juan Diego Britos

shipibos-eltiempo

 

La punta de la lancha rompe en dos al río Uyacalli. Los pliegos del agua se desmoronan sobre sí mismos empujados por la tracción continua del motor enduro de 115 caballos de fuerza. El ruido trae olor a combustible; para llegar a la comunidad de Callería hace falta más de una docena de barriles de gasoil. Son tres horas de viaje desde el puerto de Pucallpa, a 781 kilómetros de Lima, Perú. Todavía no son las 8 pero el sol pega latigazos certeros. Gorro, protector solar, repelente. La temperatura agobia, humedece hasta los recuerdos.

La madera que se pudre
Los pescadores flotan en pequeñas barcazas, botes que antes fueron árboles, y ahora usan para llevarse a casa algunas palometas, sardinas, doncellas o zungaros. Las márgenes muestran que la erosión hizo estragos. Sobre el agua marrón duermen el sueño eterno distintas especies del bosque amazónico. Ramas y troncos; la madera que no llegó a mueble, mesa o estante se pudre en soledad. Nadie la mira, nada la toca. Las lanchas la esquivan, las chatas –barcos cargueros que transportan toneladas de árboles– pasan por arriba. Lo que flota y no se hunde se pudre en los caprichos del río. «Hace un tiempo que hay menos agua y hay que manejar con cuidado. Muchos han perdido la vida, este río es muy mañero», cuenta Raúl, timonel desde hace cuatro décadas, cuando todo aquí todavía era mucho.

Negocio millonario
Los cargueros son demasiados; de estacionarse sobre cualquier avenida porteña, cada uno ocuparía dos cuadras enteras. Los troncos apilados son custodiados por hombres que miran de reojo. El negocio de la madera es millonario; tanto, que causa impotencia.

El rumor de la selva
A las dos horas de viaje, el río dobla a la derecha, abre un hueco entre la maleza todavía virgen. Las garzas miran desde las ramas, levantan vuelo para seducir al viajero. Sacuden el paisaje, salpican. El motor se apaga, la lancha flota. Demasiado todo. Demasiado. El cielo que no termina nunca; el rumor de la selva, lo desconocido que inquieta.

Los shipibo conibo
Algunas fotos y la embarcación retoma el rumbo. Son 20 minutos; al costado derecho del cuadro se asoman los niños indígenas; llevan carteles en sus manos. Los pequeños son shipibos conibos, moradores ancestrales de la región. Callería es una de las pocas comunidades que comprendió el problema. Talar bosques trae muerte, y lo que muere no regresa. El espíritu de la selva reclama lo propio, alguien tiene que pagar la amputación; por eso el calor agobiante, el desenfreno de las lluvias que todo inundan.

Tobogán enjabonado
«Señores del cuarto poder, apóyenos a difundir las necesidades de la comunidad. No a la discriminación», escribió alguien en la cartulina celeste que la niña sostiene con vergüenza. Los ojos son achinados, la piel tostada. El pelo lacio, la sonrisa única. Está descalza y, como todos, transpira. El sol está en el centro del cielo celeste. No hay nubes, no hay viento, sólo calor. Mucho calor. Las botellas de agua mineral se acaban enseguida. La nuca es un tobogán enjabonado imposible de secar.

Colores sagrados
Después de los saludos formales, seis mujeres y un anciano se toman de las manos y comienzan la danza. Llevan atuendos autóctonos, cantan en su idioma con tono agudo. El hombre –como sol en el cielo– se ubica en el centro para guiar la ceremonia; luce la cushma, túnica de algodón que lo distingue entre los suyos. Las faldas de las mujeres muestran los cuatros colores sagrados: rojo, amarillo, blanco y negro. Los motivos de la vestimenta son el testimonio de los secretos de las plantas del bosque.

Manejar los propios bosques
El baile no dura más de tres minutos, que al sol se sienten a día entero. Luego la comunidad se agrupa debajo de las palmeras y los jefes se reúnen detrás de una mesa para el discurso. Raye Koshi abre sus brazos para explicar que «los indígenas de Perú tenemos la oportunidad de manejar nuestros bosques». La mano derecha acompaña el testimonio. Son 86 especies de árboles las que hay que proteger de la tala ilegal. Un árbol en pie, en la economía negra de los madereros, cuesta sólo 20 soles, seis dólares, menos de 100 pesos. Algo así como comprar tres paquetes de cigarrillos en Palermo. Por eso los shipibo conibo de Callería pusieron manos a la obra y administran su propio bosque. Para lograrlo dividieron el pedazo de selva que les tocó –son 2528 hectáreas– en 20 zonas y trazaron el plan operativo anual que les permite vivir de lo suyo sin depredar el medio ambiente.

«Caoba que se ha acabado»
Raye tiene 64 años. Nació y se crió en la selva. De religión evangélica, producto del trabajo de los misioneros que se animaron a convivir con los originarios de estas tierras, cuenta que antes «había bastante madera; caoba, cedro, pero eso se ha acabado».

«Trabajamos maderitas»
Cada día despierta a las 2 de la mañana para salir de pesca. Regresa cerca de las 10 a la comunidad y parte rumbo a la chacra. Son casi 12 horas de trabajo. «La selva es el paraíso de nuestra vida. Frutas, animales, trabajamos maderitas. Las plantas –señala– nos curan. Si la enfermedad es grave y hay que operar, talamos y con el dinero pagamos la cura. Es nuestro mundo. Me gustaría ver el árbol en pie durante toda la vida pero la necesidad nos empuja. Queremos otros proyectos para reformular el manejo forestal.» Después de conseguir que el Forest Stewardship Council® (FSC®) otorgue el sello de certificación sobre el uso racional de la flora de esta parte del Amazonas, los shipibo conibo pueden comercializar cada árbol a un precio algo más razonable. «Sacamos más de 1000 pies por cada árbol. Ahora cuesta 1,60 soles cada pie», revela Raye.

El ataque de los ilegales
«Los capirona la cuidamos porque no quedan muchos. Aquí tenemos quinilla, lopuna, utucuro, quina quina, huairuro. No se cortan los semilleros, y sólo se trabaja una zona por año», explica Sheka, jefe de la comunidad, que camina entre la maleza sin preocupación por que la cushma se enganche en los matorrales. Un mosquito que parece una avioneta camuflada zumba sobre su cabeza. No se acerca, sobrevuela el casco de seguridad pero no se anima a lanzar el ataque. El machete que Sheka lleva en la mano derecha está oxidado de tanto sesgar plantas. Con un movimiento certero, el insecto cae malherido. Morirá lentamente, embarrado en el Amazonas. El jefe tiene 36 años y, al igual que Raye, siempre vivió en la selva. Sin hijos, se encarga de pescar y cazar para alimentar la comunidad. Apoyado en un tronco talado recuerda la tarde que conoció al oso hormiguero y quedó congelado bajo 40 grados de temperatura. Es flaco, alto, los pómulos se destacan sobre el resto de la cara. Con voz grave dice que los árboles no sólo son madera. «También son medicina. Tuvimos muchos problemas graves con la tala ilegal. Cuando empezamos a manejar nuestros bosques –recuerda–, los taladores ilegales nos atacaron por todos lados. Tuvimos que enfrentarlos. Nos atacaron desde otras comunidades que no cuidaron sus bosques, y cuando terminaron con lo suyo, intentaron invadirnos. Nos hicimos respetar.»

No caminar exageradamente
La vida silvestre no es para distraídos. De pequeños, los conibo shipibo aprenden a sentir la selva. Los mayores son los encargados de transmitir el saber ancestral. «Nuestros padres –explica el jefe comunal– nos instruyen. Enseñan qué frutas comer y cuáles no. Qué tipos de animales hay que cazar. Enseñan a no caminar exageradamente por el bosque para que no piquen las serpientes. El bosque protege. Aquí tenemos todo.»

La selva es misterio
Cada paso aquí tiene voz propia. Sheka invita a degustar el fruto que eligen los monos de la zona para llenarse la panza. El asunto es agrio, pero dulce al fin. Cuesta saborearlo, descubrirlo en el paladar afiebrado. El pequeño manjar silvestre abre el apetito. No tan lejos, el anciano de la danza autóctona fríe pescados con la cushma arremangada. El jefe invita a la mesa. Arroz y maduros, pequeños plátanos dorados a la sartén, ofician de guarnición. La comunidad se relaja durante el almuerzo; el comedor –sin paredes y el piso de tierra– está rodeado de chozas que muestran techos de madera en remplazo de las hojas de palmeras que históricamente protegieron a los nativos del poder del cielo. En la sobremesa, los shipibo conibo ríen. Agradecen el gesto de la visita y comparten sus necesidades. Se los nota felices. El bosque, «su» bosque, los protege. Y viceversa. «

Principios del FSC para el manejo forestal responsable

1.- Cumplimiento de las leyes.
2.-Derechos de los trabajadores y condiciones de empleo.
3.- Derechos de los pueblos indígenas.
4.- Relaciones con las comunidades.
5.- Beneficios del bosque.
6.- Valores e impactos ambientales.
7.- Planificación del manejo.
8.- Monitoreo y evaluación.
9.- Altos valores de conservación.
10.- Ejecución
de las actividades
de manejo.

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Fuente: Tiempo

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